lunes, 12 de septiembre de 2016

¿Debería ir mi hijo a la universidad? #Bonilista




 
¿Debería ir mi hijo a la universidad?
 

Hace un mes exactamente, un tarugo me descubrió una carta en la que una madre recomienda a sus hijos no ir a la Universidad. Más allá del clickbait, no es ni más ni menos que una lección de sentido común porque, en el texto original, no desaconseja a sus hijos ir a la Universidad, sólo intenta hacerles ver que no es “lo que hay que hacer” sino solo una opción. Una de tantas.

Es un debate cada vez más frecuente en EEUU -un país que siempre se pone de ejemplo a la hora de hablar de educación superior de calidad- y donde, sin embargo, más de 43 millones de personas siguen pagando las deudas contraídas para pagar unos estudios universitarios, que se han convertido en un negocio de 1,3 trillones de dólares. Un estudiante de Derecho, por ejemplo, tiene que devolver una media de 140.000€.


La universidad en la Bonilista

Es evidente que todos los padres queremos lo mejor para nuestros hijos y, hasta ahora, ni se discutía que eso significa dotarles de un título universitario, aunque algunas voces y estadísticas empiezan a cuestionárselo. La confusión general entre educación, formación y titulación, tres conceptos completamente diferentes, ha ayudado a asentar la idea.
 
Aunque a más de uno le sorprenda, educar no tiene nada que ver con matemáticas, inglés o historia. La Real Academia de la Lengua Española dice que significa “dirigir, encaminar, doctrinar” y es exactamente eso: educar es dotar a nuestros hijos de un andamiaje moral y ético que les ayude a navegar por la vida. Es nuestra responsabilidad como padres, aunque algunos parecen delegarla en instituciones educativas.
 
Por mucho que se engalanen con valores e idearios, el objetivo final de los colegios no es que nuestros hijos sean buenas personas sino formarles intelectualmente. Darles los conocimientos mínimos de matemáticas, inglés, historia y el resto de materias necesarias para ser individuos provechosos para la Sociedad.
 
No nos engañemos, no hay notas para calificar la bondad de nuestros hijos. Su generosidad o su empatía no les abrirá las puertas de prestigiosas instituciones de enseñanza. Todo el sistema educativo está diseñado para que los niños compitan para ser los mejores, no mejores personas.
 
Y, si lo consiguen, obtendrán un título que lo certifique. Pero al contrario de lo que nos han hecho creer, hay vida más allá de las escuelas. La formación puede ser obligatoria o voluntaria, teórica o práctica, reglada o no reglada.
 
Un título no es más que una marca para una persona que carece de marca personal, algo que nos convierte en productos aptos para el consumo de multinacionales y grandes corporaciones. Cuando House Water Watch Cooper contrata a un licenciado en Stanford o en Deusto, sabe perfectamente que el título no garantiza que el candidato sea especialmente brillante, pero sí que tenga un mínimo de calidad.
 
Un título, una forma de deglutir cómodamente “recursos humanos”, es exactamente lo que buscan personas con tanta aversión al riesgo como los mandos intermedios de las grandes compañías -ya sabéis, nunca se despidió a nadie por contratar a IBM… o a un licenciado en Harvard- pero el 90% del empleo de este país lo crean pequeñas y medianas empresas, entonces ¿Por qué nos preocupan tanto?
 
Muchos dicen que, lo que realmente están pagando al costear las carísimas matrículas de los colegios y universidades privadas de sus hijos son “contactos” -como si fuera la cuota de entrada a un exclusivo club social- pero estamos en un momento de la Historia en que, por primera vez, cualquiera puede tomarse un café con cualquiera.
 
Todo este texto no sería más que un montón de palabras, unidas con peor o mejor estilo, si no me pronunciara y dijera cómo he decidido educar a mis hijos. Dani aún es muy pequeño y se queda en casa con mi madre, pero Irene va a un colegio concertado que nos cuesta 150€ al mes por una razón principal: le dan 2 horas de inglés al día mientras que los colegios públicos “bilingües” no empiezan a enseñarlo hasta los seis años.
 
Los idiomas son el único conocimiento que se pueden medir empíricamente y, por eso, estuvimos evaluando matricularla en un colegio exclusivamente en inglés. Las opciones que hay en Madrid empezaban a partir de los 800€ al mes –recalco “a partir”, sin incluir ni siquiera el comedor- pero soy tan privilegiado que, aunque remota, eran una opción. Ya sabéis, todo el mundo quiere lo mejor para sus hijos.
 
Fue mi mujer, la que con su sentidiño común gallego me hizo ver que tener que pagar 2.000€ al mes sólo para el colegio de los niños sería un peso que acabaría con mi libertad profesional. Que probablemente tendría que elegir trabajos sólo por el salario. Que perdería el poder de decir que no. Que es posible que tuviera que echar tantas horas que apenas vería a mis hijos. Que no tendríamos dinero ni tiempo para llevarles de viaje, o a cenar a un buen sitio, o a ver una obra de teatro… a divertirnos con ellos, a compartir con ellos, a educarles.

Y, como cualquier padre, tomamos una decisión… a ciegas, con más voluntad que conocimiento. Nos prometimos que la formación y titulación de nuestros hijos nunca comprometería su educación.

Quiero enseñar a mis hijos a que descubran lo que les apasiona y animarles a que se formen en ello, en las mejores escuelas si es posible y necesario, pero también por sí mismos o colaborando con gente que comparta sus inquietudes. En una clase, en una oficina o en un parque. Tendrán todas las herramientas necesarias y el apoyo de sus padres. Lo único que no tendrán serán excusas.

Respecto al futuro, ojalá mis hijos lleguen a ser lo suficientemente buenos haciendo algo –programando, cocinando, escribiendo… lo que sea- como para ganarse la vida. La Universidad puede ser una buena base –quizás la mejor- para empezar a conseguirlo. No un fin en sí mismo, sino un medio.
 
Como padre, yo siempre estaré a su lado mientras siguen su propio camino. Sólo ellos pueden y deben decidir cuál es el mejor para alcanzar su objetivo.

 
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(Ilustración original cortesía del dibujolari Hugo Tobio)

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domingo, 4 de septiembre de 2016

El juego de mi vida #Bonilista




 
El juego de mi vida
 


Algunas obras maestras tienen el poder de ejercer tal influencia en nuestra vida como para ponerla patas arriba y cambiarla por completo. Puede ser un libro, un cuadro, un edificio o -también ¿Por qué no?- una pieza de software, un videojuego. Puede que vosotros necesitéis un par de minutos para recordar alguno que pudiera marcaros para siempre, pero yo no dudaría ni un segundo. ‘Civilization’, de Sid Meier, es el juego de mi vida.

Civilization es un juego de estrategia por turnos en el que tu objetivo, como gran líder, es conseguir que tu civilización sobreviva y florezca desde el año 4.000 antes de cristo hasta la conquista del espacio.

Ha vendido 33 millones de copias de sus más de 66 versiones -por contextualizar, un fenómeno social como “Los Sims” apenas vendió 16- sin embargo, el juego no contó con el apoyo de Microprose, la compañía en la que trabajaban sus desarrolladores, y nació impulsado sólo por el empeño de los mismos -Bruce Shelley y el propio Meier- en septiembre de 1991, hace exactamente 25 años.


 
El juego de mi vida
 

Tiempo suficiente para recibir un merecido homenaje revisando la intrahistoria detrás de las líneas de código. Porque el desarrollo de Civilization nos puede enseñar mucho, más allá del mero diseño de juegos. Es una biblia de Product Management, plagada de decisiones de diseño y metodologías de trabajo que hoy siguen vigentes y, hace 25 años, fueron revolucionarias.
 
Sus construcción fue iterativa e incremental. El primer prototipo jugable estaba listo en mayo de 1990, quince meses antes de su lanzamiento. Durante todo ese tiempo, Shelley probaba la última versión del juego por la mañana, sugiriendo cambios y mejoras que Meier implementaba por la tarde. Repitieron ese ciclo hasta que la jugabilidad del juego fue, sencillamente, perfecta. El juego es tan adictivo que generó el fenómeno “one more turn”, consiguiendo que millones de jugadores permanecieran pegados a la pantalla durante horas mientras se prometían a sí mismos que sólo jugarían “un turno más”.

Para lograrlo, no les tembló el pulso a la hora de desechar mecánicas de juego que añadían más complejidad que diversión: disminuyeron el tamaño del mapa, borraron una rama entera del árbol de tecnologías y hasta eliminaron ciertos comportamientos de la inteligencia artificial de las unidades enemigas que no acababan de rematar. Civilization hizo que muchos aprendiéramos que una funcionalidad no debe implementarse sólo por el hecho de poder hacerlo. Menos es más.

El proceso de onboarding también era delicioso. Al investigar nuevas tecnologías, podías crear unidades más modernas con nuevas funcionalidades. De esa manera, consiguieron que el jugador no se sintiera abrumado con todas las posibilidades del título, algo que hoy podemos ver en la UX de muchas herramientas de software.


Y se tomaron decisiones de diseño que afectaban directamente al juego, solamente por mejorar la usabilidad. El número de facciones en lucha se limitó 16 porque ese era el máximo de colores que podían representar en pantalla las tarjetas gráficas EGA que aún se usaban en la época.

Por todo eso y mucho más, Sid Meier es considerado uno de los mejores diseñadores de juegos de la historia y, a pesar de todo, siempre ha tenido la humildad de reconocer que su obra maestra no fue un producto de su ingenio sino del proceso de copia, integración y mejora que  los japoneses llaman iitoko-tori. Civilization era una mezcla de ‘Populous’ de Peter Molyneaux, ‘SimCity’ de Will Wright, 'Railroad Tycoon’ del propio Meier y el juego de mesa ‘Risk’… que consiguió superar a todos ellos.


El juego sobrevivió al cierre de la compañía en la que nació. En 1996, Meier fundó Firaxis Games, junto con otros antiguos trabajadores de Microprose, donde continuó creando nuevos títulos como Alpha Centauri, el remake de XCOM… y seis nuevas versiones de Civilization. Bruce Shelley fundó Ensemble Studios, donde empezó a desarrollar un juego de estrategia en tiempo real que acabaría llamándose ‘Age of Empires’… pero eso es otra historia.

Civilization no sólo consiguió que me enamorara definitivamente de los videojuegos sino que, por primera vez, despertó en mí el interés por el código que los hacía funcionar. Fueron unos primeros pasos titubeantes, editando a mano ficheros de configuración, pero ver como mis cambios aparecían en el juego me parecía sencillamente majia. Aún hoy me lo sigue pareciendo y, gracias DosBox y a las páginas de abandonware, sigo disfrutando y aprendiendo del juego de mi vida como el niño que nunca quiero dejar de ser. One more turn!



 
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Programador Junior con Java (entre 22-27.000€)

Zooplus es uno de los líderes europeos de venta on-line de comida para mascotas. La empresa nació en 1999 en Múnich y hace un año tomó la decisión de comenzar ampliar su equipo de desarrollo fuera de Alemania, creando equipo en aquellos países donde ya tenía oficina comercial. En Madrid ha creado un equipo centrado en herramientas de marketing online y gestión de clientes donde ya trabajan 13 desarrolladores.

Para seguir ampliando el equipo buscan tres desarrolladores junior con lenguaje Java y, aunque no es necesario tener experiencia para optar al puesto, todo conocimiento de patrones de diseño, metodologías ágiles, SQL y sistemas de control de versiones hará ganar puntos a los candidatos


Trabajarías en sus oficinas, en pleno centro de Madrid , donde contarás con zumos, cafés y fruta de forma gratuita, seguro médico, 28 DÍAS DE VACACIONES, presupuesto para formación y un ambiente pet friendly. Vaya... parece una muy buena oportunidad para gente que busque un primer o segundo trabajo.

Si el trabajo te interesa, puedes encontrar más información en la página de la oferta ¡Suerte!

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