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¿Debería ir mi hijo a la universidad?
Hace un mes exactamente, un tarugo me descubrió una carta en la que una madre recomienda a sus hijos no ir a la Universidad. Más allá del clickbait, no es ni más ni menos que una lección de sentido común porque, en el texto original,
no desaconseja a sus hijos ir a la Universidad, sólo intenta hacerles
ver que no es “lo que hay que hacer” sino solo una opción. Una de
tantas.
Es un debate cada vez más frecuente en EEUU -un país que siempre se pone
de ejemplo a la hora de hablar de educación superior de calidad- y
donde, sin embargo, más de 43 millones de personas siguen pagando las deudas contraídas para pagar unos estudios universitarios, que se han convertido en un negocio de 1,3 trillones de dólares. Un estudiante de Derecho, por ejemplo, tiene que devolver una media de 140.000€.
Es evidente que todos los padres queremos
lo mejor para nuestros hijos y, hasta ahora, ni se discutía que eso
significa dotarles de un título universitario, aunque algunas voces y
estadísticas empiezan a cuestionárselo. La confusión general entre
educación, formación y titulación, tres conceptos completamente
diferentes, ha ayudado a asentar la idea.
Aunque a más de uno le sorprenda, educar no
tiene nada que ver con matemáticas, inglés o historia. La Real Academia
de la Lengua Española dice que significa “dirigir, encaminar,
doctrinar” y es exactamente eso: educar es dotar a nuestros hijos de un andamiaje moral y ético que les ayude a navegar por la vida. Es nuestra responsabilidad como padres, aunque algunos parecen delegarla en instituciones educativas.
Por mucho que se engalanen con valores e idearios, el objetivo final de los colegios no es que nuestros hijos sean buenas personas sino formarles intelectualmente.
Darles los conocimientos mínimos de matemáticas, inglés, historia y el
resto de materias necesarias para ser individuos provechosos para la
Sociedad.
No nos engañemos, no hay notas para
calificar la bondad de nuestros hijos. Su generosidad o su empatía no
les abrirá las puertas de prestigiosas instituciones de enseñanza. Todo el sistema educativo está diseñado para que los niños compitan para ser los mejores, no mejores personas.
Y, si lo consiguen, obtendrán un título que
lo certifique. Pero al contrario de lo que nos han hecho creer, hay
vida más allá de las escuelas. La formación puede ser obligatoria o
voluntaria, teórica o práctica, reglada o no reglada.
Un título no es más que una marca para una persona que carece de marca personal, algo que nos convierte en productos aptos para el consumo de multinacionales y grandes corporaciones. Cuando House Water Watch Cooper
contrata a un licenciado en Stanford o en Deusto, sabe perfectamente
que el título no garantiza que el candidato sea especialmente brillante,
pero sí que tenga un mínimo de calidad.
Un título, una forma de deglutir
cómodamente “recursos humanos”, es exactamente lo que buscan personas
con tanta aversión al riesgo como los mandos intermedios de las grandes
compañías -ya sabéis, nunca se despidió a nadie por contratar a IBM… o a
un licenciado en Harvard- pero el 90% del empleo de este país lo crean
pequeñas y medianas empresas, entonces ¿Por qué nos preocupan tanto?
Muchos dicen que, lo que realmente están
pagando al costear las carísimas matrículas de los colegios y
universidades privadas de sus hijos son “contactos” -como si fuera la
cuota de entrada a un exclusivo club social- pero estamos en un momento
de la Historia en que, por primera vez, cualquiera puede tomarse un café con cualquiera.
Todo este texto no sería más que un montón
de palabras, unidas con peor o mejor estilo, si no me pronunciara y
dijera cómo he decidido educar a mis hijos. Dani aún es muy pequeño y se
queda en casa con mi madre, pero Irene va a un colegio concertado que
nos cuesta 150€ al mes por una razón principal: le dan 2 horas de inglés
al día mientras que los colegios públicos “bilingües” no empiezan a
enseñarlo hasta los seis años.
Los idiomas son el único conocimiento que
se pueden medir empíricamente y, por eso, estuvimos evaluando
matricularla en un colegio exclusivamente en inglés. Las opciones que
hay en Madrid empezaban a partir de los 800€ al mes –recalco “a partir”,
sin incluir ni siquiera el comedor- pero soy tan privilegiado que,
aunque remota, eran una opción. Ya sabéis, todo el mundo quiere lo mejor
para sus hijos.
Fue mi mujer, la que con su sentidiño
común gallego me hizo ver que tener que pagar 2.000€ al mes sólo para
el colegio de los niños sería un peso que acabaría con mi libertad
profesional. Que probablemente tendría que elegir trabajos sólo por el
salario. Que perdería el poder de decir que no. Que es posible que
tuviera que echar tantas horas que apenas vería a mis hijos. Que no
tendríamos dinero ni tiempo para llevarles de viaje, o a cenar a un buen
sitio, o a ver una obra de teatro… a divertirnos con ellos, a compartir
con ellos, a educarles.
Y, como cualquier padre, tomamos una decisión… a ciegas, con más voluntad que conocimiento. Nos prometimos que la formación y titulación de nuestros hijos nunca comprometería su educación.
Quiero enseñar a mis hijos a que descubran
lo que les apasiona y animarles a que se formen en ello, en las mejores
escuelas si es posible y necesario, pero también por sí mismos o
colaborando con gente que comparta sus inquietudes. En una clase, en una
oficina o en un parque. Tendrán todas las herramientas necesarias y el
apoyo de sus padres. Lo único que no tendrán serán excusas.
Respecto al futuro, ojalá mis hijos lleguen
a ser lo suficientemente buenos haciendo algo –programando, cocinando,
escribiendo… lo que sea- como para ganarse la vida. La Universidad puede
ser una buena base –quizás la mejor- para empezar a conseguirlo. No un
fin en sí mismo, sino un medio.
Como padre, yo siempre estaré a su lado
mientras siguen su propio camino. Sólo ellos pueden y deben decidir cuál
es el mejor para alcanzar su objetivo.
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