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Los derechos fundamentales del cíborg
Estamos tan ocupados cazando pokemons que no nos hemos dado cuenta de que el futuro nos ha pasado por la izquierda. Los cíborgs,
seres formados por materia viva y dispositivos electrónicos, son una
realidad y -para consternación de muchos- millones caminan ya entre
nosotros.
Sólo en Estados Unidos, cada año se colocan 250.000 marcapasos, una pequeñísima parte de todos los implantes sanitarios activos
–bombas de insulina, desfibriladores, implantes cocleares, monitores de
glucosa- que entran en funcionamiento en todo el mundo, durante el
mismo periodo de tiempo. Y, como cualquier dispositivo electrónico,
todos constan de una serie de circuitos y sensores –el hardware- y software programado específicamente para su gestión. ¿Son conscientes sus receptores de las implicaciones que eso conlleva?
Como en cualquier software
-incluso el firmado por un informático pura sangre, graduado y
colegiado- el código fuente de los programas que controlan los implantes
activos contiene bugs. Errores y comportamientos no esperados que han provocado fallos documentados y, probablemente, más de una muerte.
Y, por supuesto -como cualquier dispositivo configurable en remoto- los implantes son hackeables.
No estamos hablando de ingeniería espacial ni de tecnología disponible
sólo para oscuras agencias gubernamentales, sino de componentes
electrónicos y conocimiento a un solo clic de distancia de cualquiera
que quiera parar el marcapasos o proporcionar una dosis letal de
insulina a ese vecino tan ruidoso y molesto.
Hasta ahora, la gente que ha intentado acceder al código fuente de algunos de estos dispositivos para mejorar su funcionalidad y seguridad
se ha encontrado con un muro construido a base de leyes para la
protección de la propiedad intelectual, más pensadas para impedir la
copia de MP3s que para ocultar las vulnerabilidades de software que,
potencialmente, puede matar.
Es más, los pacientes ni siquiera son los propietarios de los datos biométricos recogidos por sus implantes. No hay ninguna ley que obligue a los fabricantes a proporcionárselos… ni les impida explotarlos comercialmente, en un mercado que mueve decenas de miles de millones de euros al año. El coste medio de un implante coclear, por ejemplo, es superior a 35.000 euros.
La legislación existente en España
es una trasposición de una Directiva Europea. En la misma, la única
mención a la seguridad parece más una declaración de intenciones que una
verdadera exigencia, reconociendo la importancia de “la calidad de las
conexiones, en particular en el plano de la seguridad” pero sin
desarrollar reglamentación especifica ni definir ningún tipo de proceso
de validación ¿Es suficiente para proteger la vida de nuestros hijos,
hermanos, padres y abuelos?
Parece evidente que conocer cómo funciona el software que se
ejecuta dentro de nuestro cuerpo, y conservar la propiedad y el control
de los datos extraídos por el mismo, debería ser un derecho fundamental e
irrenunciable, pero ¿Por qué no hay ese mismo consenso en
otras esferas de actuación? ¿Por qué las grandes empresas aún guardan la
información más sensible de su negocio en bases de datos que funcionan
como auténticas cajas negras? ¿Por qué delegamos la gestión de algunas
de nuestras comunicaciones más personales y privadas –correos,
conversaciones de Whatsapp, mensajes directos en redes sociales- a
compañías que nos piden firmar términos de uso que, en la práctica, nos
hacen perder el control de las mismas?
Puede que nuestra integridad física sea la única barrera que aún ponemos
al modelo de negocio de ciertas empresas o, quizás, el último parapeto
al que agarrarse para dotarnos de cierta perspectiva. Llega un punto en
el que uno ya no sabe si estamos hablando de los derechos de los cíborgs o de los de todos nosotros.
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